martes, 21 de febrero de 2012

22. Quemado He Acabado (Con La Mala Fortuna De La Rutina He Tropezado)



Un día de mala suerte lo tiene cualquiera...

Con un humor de perros te levantas.
Las piernas, tras de ti, arrastras.

El baño hoy no está hecho para ti.
No parece que vayas a salir bien parado de ahí.

Sales más despeinado de lo que has entrado y,
por si aún no te has enterado, tu barba pide a
gritos un afeitado.

Te diriges hacia la cocina, pero tu cuerpo, en
este momento, tampoco atina.

El tobillo ha crujido, aunque podrías haber
acabado más dolorido... Al menos, gracias a la
mesa, te has sostenido.

Este último obstáculo pasas y, a la nevera, con
esperanzas te abrazas.

A por ella te lanzas y contemplas abatido cómo
estas esperanzas, de inmediato, se han diluido
una vez abierta... ¡Está prácticamente desierta!

“Un mal día lo tiene cualquiera”, piensas
considerablemente preocupado, aunque,
debido a tu perdurable y soñoliento estado,
en absoluto lo pareciera.

Sabes de sobra que todo se ha estropeado
desde el preciso instante en el que te has
levantado, pero eres consciente de que no
puedes arreglar lo ya pasado.

Y no quieras pensar en que aún queda todo
el día, que ésto sólo ha comenzado...

Unas tostadas sin mantequilla ni mermelada
y una botella de leche a punto de ser terminada.

Desgraciadamente no hay otra cosa, así que
es lo que tocará para hoy, sea o no una situación
algo penosa.

Una vez desayunado, ¡vamos a por el afeitado!

Se parte la cuchilla y rompe la maquinilla.

“Ya, más no me voy a cabrear. Voy a salir
afuera y de la vida disfrutar”, me dije antes
de, a la calle, bajar.

Un jersey tomé y la puerta, con llave, cerré.

Al haber bajado, me di cuenta de que debería
haber un mínimo pensado y, a través de la
ventana, haberme asomado.

Aquello no era una lluvia normal, ¡se trataba
del gran diluvio universal!

Reconocer tus errores es de sabios. De
tontos es poco o nunca acertar y, cada dos
por tres, tener que rectificar.

Pero rectificar es algo a lo que te tienes que
acabar por acostumbrar y, con el paso del
tiempo, saber perfectamente a cabo llevar.

Y otra vez las escaleras (subiendo de lado,
ya que el suelo se encontraba recién fregado)...

Mala suerte, al ascensor hoy le tocó estar averiado.

De nuevo, con las llaves la puerta abrir, para,
después de cambiar el jersey por un chubasquero
y mi paraguas beige, volver a cerrar y salir.

La calle no se contaba nada nuevo, todo
seguía igual de feo. Lo poco que narraba era
la mierda que a ella se encontraba aferrada.

Un borracho en un banco, sin hora ni noción,
tarareando una repetitiva canción.

Gente corriendo para llegar al autobús a tiempo,
mentalizados para afrontar un día más de
ineludible aburrimiento.

Una fiesta tan ociosa como copiosa.
Vómitos, colillas y botellas tiradas, rotas o sin abrir.

Precintos de la policía, indicando que ese fue el fin.

Un tropiezo y me clavo un trozo de cristal. No
hay problema, ya me he acostumbrado a tanto mal.

Ah, y no me he olvidado de mi pendiente afeitado.
Tendré que cruzar la calle, ya que la barbería se
encuentra en el otro lado.

Veo un cartel en la puerta, con un mensaje que,
en mí, un gran interés despierta.

“Cerrado por defunción”.
No me puede estar pasando. ¡Ésto ya es una
completa exageración!

Ahora me tocaría ir a la otra punta de la ciudad
y visitar una barbería a la que acudía con más
que nula asiduidad...

La lluvia aumenta su fuerza y atrás quedó el
viento calmado. Mi paraguas también fue al
pasado (pasado por agua y completamente
destrozado).

Se fue para siempre esa añorada y suave
brisa, por lo que debo llegar hasta mi destino
dándome prisa.

Al fin llego, a punto de desfallecer. El pomo
giro, la puerta abro, al barbero saludo y, en
ese momento y no otro, deja de llover.

¿Es una broma o realmente todo esto me
tenía que suceder?

“Buenos días, señor. ¿Qué desea?”, me
dice el barbero con una sonrisa fea.

“Como podrá ver, necesitaría un afeitado.
No quiero que piensen que, entre mi vello,
a una patrulla de pulgas he alojado”, le
respondo agotado.

“¿Algo especial o de lo más normal?

“Lo más corriente, pero, por favor, que mi
cara quede presente”.

“¿Por qué no iba a dejarle bien arreglado?
Soy el mejor barbero que por esta ciudad ha
pasado. Perdone señor, pero le noto a usted
algo amargado...”

“No querría saber todo lo que me ha pasado.
Dejémoslo dónde ha quedado”.

Es raro, pero no estaba preocupado. La cosa
iba bien. Ojalá todo hubiese, de una vez, acabado.

Cerraba los ojos y veía una gran pradera verde,
llena de rocío y tranquilidad. Los abría de nuevo,
y a mi mente tan sólo acudían letras que pagar
y personas de inexistente caballerosidad.

“Bueno, pues esto ya está”, dice el hombre sin
aparente maldad.

“Perfecto. Gracias, señor. ¿Cuánto le debo?”,
pregunto con miedo, ya que algo malo preveo...

“Por ser cliente nuevo, una suculenta oferta le
haré. No se preocupe, a buen precio se lo dejaré”.

Tengo demasiado temor. Me espero lo peor...

“Son setenta dólares y cincuenta centavos. Es
un precio que a mí me parecería todo un halago”.

“¿Me toma usted por idiota? Ni que hubiese
afeitado a un oso... Esto ya es bochornoso”.

“Esta es la mejor barbería. ¿Qué esperaría?”

El dinero le di y asqueado de allí me fui.
Es algo que de lejos me temí.

Ya soy en esto experto, por algo últimamente
siempre acierto.

En fin. Una jornada como para vomitar.
Un día para jamás recordar.

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